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Las masas y el turismo. Por Raül Valls

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Recomendamos la lectura de éste interesante artículo de Raül Valls publicado originalmente en Alba Sud (albasud.org/blog) sobre el turismo de masas, su evolución histórica y el panorama actual. Agradecemos la gentileza de Alba Sud y su autor para permitirnos reproducirlo.

Las masas y el turismo. Por Raül Valls*

En los últimos años el término masificación ha aparecido reiteradamente vinculado al de turismo. En las reflexiones siguientes me propongo, de forma crítica y con perspectiva histórica, poner en cuestión la inmediatez de una relación que puede acabar erosionando el derecho democrático de las masas al descanso y al ocio turístico.

Es difícil últimamente no haber escuchado recurrentemente frases apocalípticas como “¡nos tendríamos que extinguir!” o “¡que caiga el meteorito ya!”, ante cualquier de las muchas contradicciones, problemas y desastres que provoca el desarrollo humano. Problemas que ahora nos parecen irresolubles y que recurrentemente se repiten. Más allá de la anécdota ocurrente, estas sentencias y otras que expresan un creciente pesimismo sobre la humanidad y sus posibilidades de una vida social y ecológicamente pacificada, denotan dramáticamente un oscuro “espíritu de nuestro tiempo”, incapaz de divisar un futuro mejor para la sociedad humana.

El filósofo Frederick Jameson lo resumía con una de sus más acertadas y repetidas afirmaciones sobre el momento presente: “nos es más fácil imaginar (y continuando con el argumento anterior añadiría “desear”) el final del mundo que el final del capitalismo”. Incapaces de salir de las lógicas perversas de un sistema que provoca desigualdad, pobreza y dolor a buena parte de la humanidad, se extiende una misantropía que busca justificaciones y autenticidad en el nacionalismo, el localismo y el odio al otro diferente que se ve ajeno y potencialmente amenazante.

Esta insociabilidad creciente tiene en “las masas” uno de sus principales objetos de recurrente desprecio y en la “masificación” el síntoma que se proclama como demostración de la degeneración de un lugar o un hecho concreto. La “gente” cuando fluye en abundancia parece que lo estropea todo. Desgraciadamente, este pesimismo antropológico y desprecio a las masas ha dejado de ser patrimonio, como lo fue la primera mitad del siglo XX, del conservadurismo reaccionario y ha colonizado a sectores políticos que se continúan definiendo de izquierdas e incluso revolucionarios. Las “masas” antes celebradas por los movimientos progresistas como sujeto de las transformaciones revolucionarias hoy son vistas con desazón y desconfianza por unos “misántropos de izquierdas” que abrazan una suerte de contradictorio y aristocrático elitismo, lógicamente inconfesado. El uso y abuso del término “masificación” es uno de los principales síntomas de este malestar postfordista.

La invasión de las “masas turísticas”

En este pesimismo asqueado y decadentista la desconfianza hacia “las masas” y la permanente sospecha hacia “la masificación”, como causante de los desastres, tiene un lugar destacado el turismo y las actividades de ocio popular en general. Sin obviar que estamos ante una problemática real y que afecta gravemente la vida cotidiana de las poblaciones locales que lo sufren, el turismo como actividad se ha convertido en los últimos tiempos en el motivo favorito para una recurrente crítica a sus efectos inmediatos y colocando generalmente en el centro del debate a los visitantes. En estas argumentaciones quedan convenientemente escondidas las lógicas de acumulación del capital que necesitan y promueven esta masificación para continuar con su crecimiento constante. Las “masas” molestas a las que se atribuyen características peligrosamente parecidas a las plagas y las infestaciones se convierten en las responsables de todos los males, el velo que impide ver al auténtico culpable. Para el sentido común que se ha ido imponiendo son aquel otro masivo, extraño, desconocido y molesto que se expande como un gas, lo ocupa todo y al que se hace responsable de poner en peligro el equilibrio y la existencia de una idealizada y pura “comunidad local”.

Sin ningún tipo duda, el malestar tiene causas muy reales y una de especialmente significativa. Nos referimos a la turistificación, entendiendo esta como los procesos que han convertido en producto mercantil las necesidades de ocio y descanso humanas, confiriéndole el carácter de convulsión acelerada y consumista que caracteriza la sociedad del capitalismo postfordista. Siguiendo a Mark Fisher y su crítica del capitalismo actual como una sociedad bipolar que oscila espasmódicamente entre la euforia y la depresión (Fisher, M. 2022), el turismo se ha convertido en una suerte de agitada aceleración donde se pasa de un estímulo a otro buscando un placer, que necesariamente nunca ha de ser satisfecho, para poder garantizar su inacabable persecución. Un proceso adictivo que propicia un consumismo individualista, desenfrenado, y a la vez anestesiante, muy funcional para la circulación rápida y la acumulación del capital. Esta dinámica convulsa y en aceleración es la que genera la turistificación de un lugar como principal y más grave patología del uso mercantilizado del tiempo libre.

Siguiendo estos argumentos, lo que quiero defender es que no es por ella misma esta “masificación turística”, o si se quiere “las masas haciendo turismo”, el problema fundamental a combatir, sino el modelo mercantil que promueve un turismo basado en un hedonismo de consumo individualizado y acelerado, puesto al servicio de las lógicas e intereses del capital turístico. Un turismo que no podemos olvidar ha sido producto de un petróleo abundante y barato al servicio de una parte, minoritaria, de la humanidad que ha tenido la posibilidad de acceder a ese privilegio. Siguiendo las argumentaciones de Andreas Malm diríamos que en al “capital fósil” (Malm, A. 2020) le corresponde un “turismo fósil” popularizado y democratizado hasta ahora entre una parte importante de las mayorías sociales de occidente para continuar ampliando el proceso de acumulación capitalista.

La constante reiteración crítica, que pone en el centro la “masificación”, acaba alimentando los discursos de desprecio a la Humanidad, a los cuales me refería al principio, desviando la atención de las necesidades humanas de ocio, descanso, salud y cultura, a las que el turismo tiene que responder, estigmatizando a las mayorías sociales que quieren acceder a él y allanando el camino para los que, utilizando el eufemismo del “turismo de calidad”, en realidad desean el retorno del turismo exclusivo para las élites acomodadas. Es a las masas populares, que después de años de luchar para acceder a unos derechos sociales que antes fueron privilegio para unos pocos, a las que se quiere ahora fuera del turismo. Cómo apunta acertadamente Ernest Cañada, a pesar de que es evidente que no habrá ricos por todos, se quiere llevar a los territorios turistificados a una competición suicida para atraerlos al precio que sea. Términos que durante el periodo fordista y del pacto social de posguerra quedaron hasta cierto punto mal vistos como “exclusividad” y “lujo” se han recuperado para combatir las externalidades negativas que, supuestamente provocadas por las masas, devastan la vida en nuestras ciudades, territorios rurales y espacios naturales. A la vez que la democracia pierde legitimidad ante el supuesto libertarismo de los ganadores de la lucha de clases, los históricos derechos conquistados por el movimiento obrero y relacionados con el ocio y el goce del tiempo libre son vistos como sospechosos y patológicos, ahora provocan el “gran mal” mil veces repetido: la masificación. En medio de una inesperada dialéctica negativa, el acceso de los sectores populares al ocio turístico se convierte en un calvario para ellos mismos cuando su ciudad o territorio se turistifica.

Un temor que viene de lejos

Que las mayorías sociales sean vistas como peligrosas no es nuevo. Las élites sociales a principio del siglo XX ya mostraron su preocupación ante el ascenso político de las masas. Toda una corriente intelectual vinculada a las clases altas reflexionó sobre los peligros de la democracia si estas mayorías, desbordando el poder secular de las minorías, podían decidir como organizar la sociedad. El temor no era infundado, si los desposeídos de la propiedad, la riqueza y los privilegios accedían al poder era previsible que estos fueran cuestionados y suprimidos. Desde el siglo XIX los ideales socialistas habían calado entre los sectores más organizados y conscientes del movimiento obrero y estos luchaban por una sociedad donde la libertad política, en apariencia conquistada por las revoluciones burguesas, estuviera basada en la igualdad social y en la posibilidad de construir una sociedad sin clases y libre de minorías privilegiadas. La revolución en Rusia en 1917, la oleada revolucionaria en Europa entre 1918 y 1920 y el nacimiento de la Unión Soviética en 1921, eran una evidencia palpable que el riesgo para los privilegiados era real.

A la sombra de pensadores como Nietzsche, autores como Oswald Spengler (Spengler, O. 2011) y José Ortega y Gasset (Ortega, J. 2009) escribieron en la Europa de entreguerras sobre este ascenso social de los hasta ahora subordinados y el peligro de una “rebelión de las masas” que desplazara del poder a los que consideraban la minoría “excelente” destinada a gobernar. Veían en esta rebelión un síntoma manifiesto de la decadencia de la sociedad occidental y de su orden y valores tradicionales. El fascismo a partir del fin de la Gran Guerra (1914-1918) se convirtió en una respuesta moderna, y no precisamente reaccionaria, a la influencia social y participación política de las masas populares. Quería canalizar este ascenso excitando el odio a la élite pero sin poner en cuestión las jerarquías sociales existentes, disciplinar a la clase trabajadora apartándola de cualquier veleidad socialista y de emancipación, anular toda aspiración democrática, poner el nacionalismo como principal motor de la movilización popular y desviar el resentimiento de clase hacia minorías, ya estigmatizadas, como los judíos o los gitanos. Las masas se tenían que mover, pero al ritmo de una supuesta “revolución nacional” y bajo la autoridad suprema de un líder carismático, que no las quería suprimir sino sustituir encarnando su voluntad.

Con la derrota de los fascismos en 1945 las masas se tenían que continuar moviendo, y ahora un petróleo que fluía en abundancia sería el combustible que lo haría posible. Pero el supremacismo nacionalista y la adhesión a un líder omnipotente de los años 20 y 30 fueron sustituidos en los países occidentales por un pacto social, qué surgido por la presión del movimiento obrero y la expansión del comunismo, regulaba y contenía a las fuerzas del mercado capitalista. El acuerdo entre clases redistribuía la renta a la vez que agitaba una ideología donde el ascenso social y económico de las mayorías se basaba en el crecimiento económico continuado, el productivismo a ultranza y un compulsivo deseo de consumo que continuaba siendo muy funcional a la acumulación del capital. Agotada y desprestigiada momentáneamente la zanahoria nacionalista, las élites capitalistas agitaban ahora la de un consumismo que prometía una era de bienestar y abundancia ilimitada explotando unos recursos energéticos y materiales que fluían hacia Occidente desde los “países en vías de desarrollo” y que hasta la publicación en 1972 del Informe al Club de Roma, “Los límites del crecimiento” y la posterior crisis del petroleo, se creían inagotables (Meadows,D. Meadows, D. Randers, J. Behrens, W, 2012).

Si entre 1945 y 1973 pareció que este espejismo era real, el periodo que inauguró la crisis del petróleo de 1973 hizo evidente el parón de la economía y que el modelo basado en el crecimiento económico indefinido transitaba periódicamente de una crisis a otra entre espasmos y huidas hacia adelante, todo ello en medio de un rápido deterioro ecológico que amenaza el futuro de la humanidad. Estas convulsiones hicieron, sobre todo a partir de la crisis de 2008, del crecimiento del turismo la nueva frontera de expansión del capital, una nueva fuga hacia ninguna parte en forma de “fiebre del oro”, donde el número de turistas internacionales no ha dejado de crecer entre el entusiasmo voraz de los capitales turísticos. La turistificación de los destinos estaba servida y su, ahora si, “masificación” como principal síntoma de la patología, acaba convirtiendo lo que tendría que ser la justa satisfacción de necesidades humanas en graves malestares que sacuden las sociedades que la sufren. Aparecer en el mercado como un “destino turístico” deseado ha pasado de ser un premio para el territorio escogido a convertirlo en una especie de “zona de sacrificio”, donde todo y todas se ponen al servicio de unos visitantes de quienes se ha esperado, hasta ahora, que año tras año fueran más e hicieran cada vez más gasto. Una realidad esta muriendo de éxito y que muestra de forma creciente síntomas de agotamiento, tanto por los efectos sociales en los territorios, como por las perspectivas de una escasez de energía y materiales que la hagan cada vez más difícil de sostener en el tiempo.

Pero a diferencia del periodo del “decadentismo fin de siécle” de las primeras décadas del siglo XX, que tuvo impronta en la literatura y el arte, y que a pesar de su hegemonía cultural fue políticamente marginal ante el auge del fascismo, el comunismo o el keynesianismo del New Deal, hoy la situación es inversa. A pesar de estar desproveídos de la aureola esteticista que rodeaba a los Yeats, Wilde o Eliot, los nuevos ideólogos de conservadurismo decadente son fundamentales para el crecimiento político de figuras como Trump, Milei, Orban, Meloni o Abascal y de los movimientos que arrastran. En su relato la proclama decadentista aparece como subversiva, interpela a un ethos individualista, juvenil, masculino y atrevido, que se muestra cada vez más descaradamente elitista frente a una “masa”, que supuestamente amenaza las tradiciones seculares y a unas identidades que apelan hoy a autenticidades rurales frente a una supuesta degeneración urbana, o nacionalistas frente a las “invasiones” de inmigrantes “extraños a la cultura local”, o a unos hombres a los cuales se presenta como asediados por el feminismo, o como no, de molestos turistas culpables de  “masificar” playas, pueblos y ciudades.

Ante estas confrontaciones creadas artificialmente, cualquier objeción que defienda los valores de la Ilustración: una ética universal, la solidaridad internacional o simplemente el humanismo más básico se descalifica inmediatamente con sesgados neologismos como “globalista”, “woke” o “buenista”. Los límites entre la justa preocupación por los efectos negativos de la turistificación entre las poblaciones de los territorios turísticos y el discurso de un antiturismo que clama contra la masificación desde una deriva ultranacionalista y elitizadora se desdibujan y se mezclan peligrosamente. Ante esto se hace necesaria una propuesta que dé alternativas a estas masas que tienen el derecho democrático al descanso y al ocio y que corren el peligro de quedar de nuevo marginadas, ahora en nombre de los malestares, qué a causa de la voracidad de las lógicas mercantiles, se les acusa de provocar.

Ni turistificación ni viejo elitismo: por un turismo popular y de proximidad

Como advertía más arriba la tentación elitista que toma forma a través del reclamo de un supuesto “turismo de calidad”, se ha convertido en el “mantra” preferido de los empresarios del sector y las administraciones que les son afines. Desgraciadamente, una trampa que fácilmente puede ser atractiva para una ciudadanía lógicamente cada vez más agotada por los malestares de la turistificación promovida los últimos veinticinco años. No deja de ser paradójico que aquellos que durante varias décadas han celebrado el crecimiento de visitantes, lo han asociado al progreso y al bienestar local y han trabajado a fondo creando las infraestructuras y las condiciones para llevarnos hasta la “masificada” situación presente, ahora se puedan sacar del sombrero la solución mágica. Quieren que la ciudadanía mire el dedo de la “masa haciendo turismo” y no a la luna turistificada por el negocio capitalista.

Ante esta situación hacen falta alternativas y estas no pasan por demonizar a las masas que hacen turismo, de las que no olvidamos la mayoría formamos parte. Hay que poner en el punto mira la auténtica patología provocada por las lógicas del capital, la turistificación de las ciudades y territorios, a causa de la voracidad de una clase empresarial que solo puede subsistir si crecen sus beneficios ilimitadamente. Nos hacen falta propuestas de turismo para las mayorías y que respondan a las necesidades humanas de descanso, ocio, salud, cultura y un uso creativo y enriquecedor del tiempo libre. Igual que reivindicamos puestos de trabajo con derechos, un sistema de salud universal, educación pública y gratuita, servicios sociales que mejoren nuestras vidas cotidianas, transporte público y todo aquello que nos tiene que garantizar una buena vida a todas y todos, también hace falta reivindicar sistemas públicos y democráticos que sean garantía de un ocio para la mayoría de la población. No podemos olvidar que el turismo es una conquista de las reivindicaciones de las clases trabajadoras cuando reclamaban desde el siglo XIX tiempo libre para el descanso, la salud, el ocio y la cultura. Que las luchas obreras por la jornada de ocho horas y las vacaciones pagadas eran la manera de garantizar de forma efectiva esta reivindicación. Que los proyectos de turismo social surgidos en los años 20 y 30 eran la respuesta organizada a estas conquistas, como en la Cataluña republicana lo fue el proyecto de la “Ciudad de Reposo y Vacaciones” del GATCPAC, que textualmente y sin ningún complejo hablaba “de organizar el descanso de las masas”.

Poner el ocio y el turismo al servicio del negocio privado y la acumulación de capital fue el camino mayoritariamente elegido en 1945, pero no era el único camino posible y los planteamientos antiturísticos a veces parecen asumir esta opción. Cómo si la historia no hubiera podido ser diferente y como si hoy no pudiéramos volver a conectar con aquella voluntad de organizar un ocio popular y para las mayorías. Los ejemplos de turismo social en Argentina y Brasil que han perdurado hasta hoy demuestran que había alternativas y eran factibles. Podemos repensar y organizar el turismo para responder a las necesidades humanas y no a las lógicas capitalistas.

Pero a este repensar el turismo no se le pueden obviar los límites que en estos momentos nos impone el grave contexto de crisis ecológica y energética. Por lo tanto, habrá que organizarlos mayoritariamente dentro de los marcos de una proximidad que empiezan por reformar radicalmente los espacios urbanos en que vive ya una mayoría de la población. Dotarnos de ciudades más verdes, pacificadas y amables, que ganen espacio al coche, con más parques urbanos y ejes verdes donde sea posible el contacto con la naturaleza sin la necesidad constante de abandonarlas cada fin de semana. Cómo defendía Enric Tello las ciudades, un gran invento de la evolución humana, tienen que ser vistas no como el problema, sino como parte de la solución de la policrisis en que vivimos:

Para la ecología humana la ciudad ha sido un gran hallazgo evolutivo: permite multiplicar las oportunidades de interacción, reduciendo al mínimo posible las necesidades de transporte y el consumo de suelo. Agrandando las capacidades de opción de la gente, la ciudad puede convertirse en un espacio muy importante para el desarrollo humano. Las ciudades de verdad, basadas en una densidad y mixticitat adecuada de sus usos, pueden ser concebidas también como un recurso renovable donde la rehabilitación de los tejidos ya existentes puede convertirse en una alternativa al consumo horizontal de territorio. (Tello,E. 2008).

Esta mezcla de usos, que incluyen la producción, el comercio, el transporte y los servicios sociales y educativos, también tienen que promover una vida comunitaria que contemple el ocio y los usos del tiempo libre como parte importante de la organización de los espacios urbanos. Esto, y unos territorios periurbanos, que no sean barreras hostiles para una movilidad activa, sino conectores ecosociales que conecten las ciudades a los anillos agrarios y naturales que las rodean, irían integrando los territorios urbanos y rurales borrando las barreras que en estos momentos separan y dividen artificialmente el campo y la ciudad. Unos espacios de conexión natural que bien regulados y organizados tienen que ser también espacios para actividades de ocio que nos acerquen a la naturaleza sin la necesidad de saturar carreteras y espacios naturales recorriendo centenares de kilómetros para poderla disfrutar.

Nos hacen falta, por lo tanto, propuestas turísticas impulsadas y organizadas desde la esfera pública y comunitaria hacia el conjunto de la población. Propuestas que respondan a  las necesidades humanas y que transformen las formas de turismo imperantes hoy devolviéndolas dentro de los márgenes de los límites ecológicos del planeta. Un ocio turístico para las masas que frente a las tentaciones de volver los tiempos del lujo elitista para unos pocos ricos y privilegiados le responda con un lujo popular, democrático, ecológicamente sostenible, al servicio y al alcance de las grandes mayorías sociales.


Referencias:
Fisher, Mark (2016): Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Caja Negra
Malm, Andreas (2020) Capital fósil. El auge del vapor y las raíces del calentamiento global. Capitán Swing
Meadows, Dennis. Meadows, Donella, Randers, Jorgen. Behrens, William, (2012): Los límites del crecimiento. Taurus
Ortega y Gasset, José (2009): La rebelión de las masas. Austral
Spengler, Oswald (2011): La decadencia de Occidente. Austral
Tello, Enric (2008): Vint-i-cinc idees i algunes propostes per una nova cultura del territori Habitatge i territori al Baix Llobregat. Un estudi des de la vivència.

 


*  Raül Valls es Licenciado en Filosofía por la UAB, miembro de Alba Sud, del Centro para la Sostenibilidad Territorial y activista en defensa del territorio, sindicalista de CCOO y lector incansable de las diversas tradiciones de emancipación de la humanidad. En este espacio pretendo crear un espacio de reflexión, duda y conocimiento para entender la crisis actual y buscar alternativas posibles que pongan en cuestión la idea de progreso imperante. Acercar los viejos y los nuevos movimientos sociales difundiendo propuestas que los fortalezcan y que faciliten una nueva hegemonía social. Trabajar por una transición hacia un vida colectivista y una manera diferente de entender y entendernos con nuestro entorno natural.

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